O ESE NUEVO TRAUCO URBANO DE CUYO TALANTE HE TOMADO LAS OREJAS, SONRISA Y ESE AFÁN OBSTINADO POR LOS SUEÑOS DE NUNCA CUMPLIR.
De mi padre supe lo mínimo. Sé que fue un hombre próspero tanto en lo personal como en lo comunitario. No fuimos amigos, pero tampoco puedo decir que fue descariñado, al menos, en las tres o cuatro veces en que tuve la oportunidad de verlo. La última vez, eso sí, dentro de un ataúd camino al cementerio.
Dicen que murió en su ley y con las botas puestas, después de diecisiete puñaladas proferidas en diversas partes del cuerpo por un marido celoso que, daba la casualidad, también era empleados de sus terrenos aledaños a la ciudad.
No sé si es verdad o una más de las leyendas que se tejen en torno a este ser. Nunca nadie me ha dicho con certeza qué fue lo que realmente ocurrió. La única certeza que tengo es que –aunque muchos de mis familiares de la rama paterna insistan en negarlo- soy el hijo de un hombre que, pese a sus defecto, me enorgullece saber que cumplió los propósitos de su vida, por el bien de su progenie y por su comunidad que aún lo sigue recordando como parte de esa historia colectiva que circula en la mayoría de las mentes de los habitantes del archipiélago de Chiloé.
Las ancianas de Castro -abuelas de los amigos que aún conservo en esa ciudad-, me han hablado de él como un ser cortés, generoso y fiestero, elevado a una nueva especie de ser mitológico urbano del cual he heredado sus orejas, sonrisa y ese afán por los ideales. No obstante y para ser sincero, nunca he podido saber con precisión en que lugar de mí está él. No sé en que gesto, mueca, rasgos físicos o psicológicos ha dejado su impronta este sujeto que por tantos años ha resultado un verdadero enigma que he intentado escudriñar y atar con atención arqueológica, gracias a todo lo que ha llegado a mis manos y oídos.
Pese a todo el esfuerzo que he puesto en tal empresa, nunca he podido lograr una imagen que dé cuenta de una dimensión cabal de mi padre. Sólo recortes unidos con hilos orales y conjeturas que he venido zurciendo en las noches en que su fantasma me frecuenta con el afán, tal vez, de diluir el nudo que he llevado por dentro ante la frustración de ser el elemento marginal de una vida que nunca a dejado de intrigarme.
Por una fotografía en color sepia que sustraje de en medio de las hojas de un viejo libro de la Winny de Rokha que, por cierto, estaba autografiado y dedicado a mi padre, pude deducir algunos detalles, después –eso sí- de aplicar las nuevas técnicas que ofrecen algunos software para tratar y reconstruir fotografías.
En fin, la fotografía muestra una escena compuesta de un grupo de señores sentados en una mesa repleta de copas y botellas que daban una clara muestra de la última parte de un sendo festín. Él ocupaba el puesto central de la mesa y, a juzgar por el modo de vestir, de todos los comensales debió tratarse de una cena de camaradería de los principios de los años setenta, es decir, más o menos la fecha en que yo ya debí haber nacido o, por lo menos, desarrollándome en el vientre de mi madre. Cosa que más tarde corroboré con ella que, al ver la fotografía, reconoció a uno de los allí presente que precisamente había fallecido en abril de 1970.
En fin, la fotografía muestra una escena compuesta de un grupo de señores sentados en una mesa repleta de copas y botellas que daban una clara muestra de la última parte de un sendo festín. Él ocupaba el puesto central de la mesa y, a juzgar por el modo de vestir, de todos los comensales debió tratarse de una cena de camaradería de los principios de los años setenta, es decir, más o menos la fecha en que yo ya debí haber nacido o, por lo menos, desarrollándome en el vientre de mi madre. Cosa que más tarde corroboré con ella que, al ver la fotografía, reconoció a uno de los allí presente que precisamente había fallecido en abril de 1970.
Por esa fotografía y por otras que más tarde me aprovisioné de no muy católica manera, pude comprobar de forma objetiva, por ejemplo, que el culpable de mis manos regordetas, de dedos cortos y uñas chicas era él. Lo mismo la sonrisa amplia, desbordante y fresca que orgullosamente he llevado por la vida como mi mejor carta de presentación, sobre todo cuando deseo cautivar o seducir a mi interlocutor.
De mis orejas ni que decir: son exactamente iguales a las suyas. Todo un sello, por cierto, que por su singular forma alada y algo más grande de lo normal me he ganado múltiples apodos de mis amigos y alumnos que en ningún caso ha sido motivo de ofensa. Todo lo contrario, ha sido siempre un orgullo personal que me he encargo de dejar en evidencia con mi típica frase de “si Aureliano Velásquez Cárcamo no tuviera estas orejas no fuera Aureliano Velásquez Cárcamo”, tras lo cual enarbolo mi mejor sonrisa para dejar bien en claro que mis orejas y mi sonrisa es parte de una estirpe clara y sin ambigüedades raciales, aún cuando esté signada por la bastardía común delegada de padre a hijo. Hecho, por cierto, que se hizo extensivo en la isla, debido al la mezcla entre españoles e indios y, más tarde entre las empleadas de campo y patrones hastiados de la economía sexual de sus señoras. Pero ese es un tema que no quisiera por ahora profundizar.
En otro grupo de fotografías que se exhibían en un conocido restaurante perteneciente a la 1° Compañía de Bomberos, descubrí su afición por este tipo de servicio a la comunidad. En todas ellas aparecía él en compañía de sus camaradas, pero en una de ella, ubicada justo en el centro de dicho local, está en solitario en cuerpo completo y en perfecta tenida de gala bomberil con una postura mal logradamente gallarda, pues, aunque se notaba que trataba de sacar pecho y adoptar una posición recta, su vientre prominente le restaba cualquier intento de gesto prusiano. Yo diría más bien que, en vez de altivez castrense, se desprendía de él un aura de niño de primera comunión, con la típica mirada de santidad y maldad que, como diría un amigo poeta, se hacen íntimamente presentes en sus cuartos donde rezan y se masturban.
Luego de examinar todas las fotografías, pregunté por uno de los garzones más antiguos. Por él averigüe que las fotografías habían sido tomadas en 1956, justo en el mes de agosto, mes en que se celebró el décimo año de la compañía. Pues, según él, fue el año en que había llegado uno los carros de bomberos que aún se exhibe en el museo de la compañía con esa data.
Supe también por mi improvisado informante que mi padre llegó a obtener uno de los cargos más importantes de la compañía. No obstante, años más tarde tuvo que retirarse debido a un fuerte esguince del cual nunca pudo recuperarse por completo.
Años antes de estas incursiones de semiosis fotográficas, en una de las pobres conversaciones sostenidas con una de mis dos medias hermanas, me enteré de su militancia en el partido radical de la época, pero también de su adhesión a la candidatura de Jorge Alissandri, razón por la cual –según mi difunto padrino y exonerado profesor por el Régimen Militar- llevó el nombre de tan ilustre presidente.
Se suma a lo anterior, otra información que obtuve gracias a un cometario casual que hice a un querido amigo masón sobre mis sospechas con respecto a la adherencia de mi padre a esa hermandad, logia o como sea que se llame. Meses más tarde confirmó mi hipótesis, pues, como es sabido, ningún bombero radical podría prescindir, al menos en Chiloé, de ser masón. Lástima que no pude averiguar más al respecto, como lo hice en cuanto al afán por seducir a las empleadas de su casa y, una lista bastante nutridas de damas y no tan damas que fueron parte de su práctica favorita que, por cierto, también comparto: la seducción y la obtención de la devoción incondicional de sus enamoradas víctimas.
A través de algunas personas, dentro de ellas, mi abuela materna, mis tías y su anciana hermana, cuya existencia logré compartir tan sólo por una tarde, cuando apenas tenía trece años, escuché algunos comentarios que no dejaron de llamarme la atención. Medio en serio medio en broma, cada cierto tiempo, aludían a un número indeterminado de bastardos del viejo Aureliano que, según la anciana sobreviviente, doña Gabriela Velásquez, posiblemente comenzarían a salir de las islas para cobrar la herencia que, al fin y al cabo, eran sólo deudas.
Lo único que pude confirmar al respecto, fue la existencia de un supuesto medio hermano mayor que tuvo antes de unirse con doña Paula, la única mujer que tuvo como Dios manda. Sin ninguna duda, era un viejo casanova con todo un repertorio de frases y gestos amorosos que, como buen hijo del Trauco, logró prendar a mi madre que, por aquel entonces, bordeaba los veintiocho años.
Lo único que pude confirmar al respecto, fue la existencia de un supuesto medio hermano mayor que tuvo antes de unirse con doña Paula, la única mujer que tuvo como Dios manda. Sin ninguna duda, era un viejo casanova con todo un repertorio de frases y gestos amorosos que, como buen hijo del Trauco, logró prendar a mi madre que, por aquel entonces, bordeaba los veintiocho años.
Llegó a trabajar como empleada doméstica, luego de emigrar de una pequeña localidad rural llamada Queilén. Se hizo cargo del cuidado de uno de sus hijos menores, del aseo de la casa, cocinar y servirle la comida a la familia y, desde luego, atender al viejo Aureliano que astutamente se dejaba caer por la cocina para recibir los alimentos y los afectos incondicionales de mi madre.
No tengo dudas que sus quejas por el aislamiento continuo de su esposa e hijos que, evidentemente, le hacían el vacío quizá porqué otro de los deslices amoroso del Don Juan chilote, conmovieron en un principio a mi madre que poco a poco cayó en sus redes lujuriosas.
No tengo dudas que sus quejas por el aislamiento continuo de su esposa e hijos que, evidentemente, le hacían el vacío quizá porqué otro de los deslices amoroso del Don Juan chilote, conmovieron en un principio a mi madre que poco a poco cayó en sus redes lujuriosas.
Desde luego que no pasó mucho tiempo para quedar al descubierto el romance: una de mis hermanastras, cuando ellos dos menos se lo esperaban, irrumpió en la habitación matrimonial en el momento justo en que ambos estaban alcanzando al último jadeo profundo que abre paso al chorro húmedo de los cuerpos y el placer.
Tal interrupción le costó una paliza bárbara a la pobre pequeña por parte del espantado semental compulsivo que repercutió en una escandalera multitudinaria que finalizó con las maletas de mi madre en la mitad de la calle, sin sueldo y sin una gota de dignidad.