
La imagen de mi madre alejándose por el sendero que horas antes habíamos subido trabajosamente para llegar a la casa de la tía Laura, es algo que pese a mis cuarenta años, aún me remite a la idea de la separación definitiva de una mujer que tarde o temprano se irá de mi lado.
¾ Jorgito, -dijo mi madre inclinada hacia mí y con un tono lloroso y culpable. -te quedarás con tu tía y tu primo por unos días hasta que yo te vuelva buscar con muchos chocolates de Bariloche.
Prométeme que no llorarás y que serás buenito con tu tía. ¿Ya hijito, me lo prometes? -Asentí con un movimiento de cabeza mientras sentía correr por mi mejilla una lágrima tibia y gruesa que ella secó con sus manos, luego de despedirse presurosamente de los allí presentes.
Prométeme que no llorarás y que serás buenito con tu tía. ¿Ya hijito, me lo prometes? -Asentí con un movimiento de cabeza mientras sentía correr por mi mejilla una lágrima tibia y gruesa que ella secó con sus manos, luego de despedirse presurosamente de los allí presentes.
Fue así como Hirta Uribe Diaz resolvió olvidar a mi padre y, de paso, olvidar las rumores difundidos por las partidarias amigas de su esposa que transformaron mi existencia bastarda en material de excusa suficiente como para no recibir a esa “india, patas sucias” en ninguna casa "decente" como doméstica o cocinera.
No sé por qué no hice mayor reproche ni pataleo, aún cuando tenía plena conciencia de lo que estaba ocurriendo. Ahí me quedé, observándola sin decirle nada. Tal vez los caballos, las gallinas y todo ese paisaje ejerció en mi cierto conformismo que se disfrazaba de nuevas aventuras. Además estaba Osvaldo, el hijo menor de la tía Laura Velásquez que, a pesar de unos cuantos años de diferencia se me hacía un buen compañero de juegos, pese a los mohines de disgusto que advertí apenas me pusieron frente a él.
Me acerqué por un largo rato a la ventana, en donde terminé por observar el alejamiento de mi madre hasta transformarse en un leve puntito blanco que terminó por desaparecer entre los árboles y los rayos deslumbrantes que se colaban entre la vegetación. La tía se me acercó afectuosa, rodeándome con sus brazos para conducirme, luego, a la mesa donde humeaba la taza leche fresca y las tortillas de papas con harina y chicharrón.
Lo cierto es que los meses pasaron con una paciencia infinita, antes de volverla a ver. No obstante, ese mundo me atraía cada vez más. Las arboledas repletas de manzanas y ciruelas; el riachuelo que rompía discretamente la colina para desembocar más tarde en la posa de agua salada donde reposaban los botes y chalupas de los vecinos; las tardes en que salía a mariscar -como dicen los chilotes a la recolección de maríscos aprovechando la marea baja- en compañía de toda la familia; el tiempo de la cosecha de las papas, el trigo y la maja de la chicha, fueron sencillamente un cúmulo agradable de experiencias que hasta ahora no he podido olvidar por más años y lugares que he recorridos.
Aún recuerdo el olor del pan fresco, la estufa a leña en donde -llegada la noche- todos nos sentábamos a escuchar una y otra vez historias del Trauco, de la Viuda o la Voladora. Era tanto el pánico que me provocaba aquellas leyendas que no sabía a ciencia cierta si seguir escuchando o ponerme a llorar. Por lo general, la tía Laura siempre advertía mi cara de horror y, antes de que yo irrumpiera en llantos y ella se cayera de sueño, me enganchaba a su falda para irnos a dormir. Ni que decir de ese macabro tránsito entre la cocina y el dormitorio, prolongado por un largo pasillo que apenas se iluminaba con la vela que la tía llevaba en una de sus manos mientras que con la otra habría las puertas del interminable pasillo que nos conducía a las salas repletas de demonios y brujos que sólo podía contrarrestarlos, luego de sumergirme bajo las tapas de mi cama.
No cabe duda que el resplandor de los mecheros, las velas nocturnas, las historias de aparecidos, unidos con mi ya torturada imaginación, nutrieron el catálogo de seres bestialmente indescriptibles con los cuales conviví en mi niñez. Hasta el día de hoy, aún asisten ocasionalmente, cuando menos los invoco, particularmente en la mitad de las noches de lluvia cuando por una u otra razón me quedo solo en alguna casa desconocida.
Mi protectora y la única capaz de espantar a todos los cucos del mundo era la tía Laura. Ella era una mezcla reposada de un garbo imperceptible, procedente de su descendencia castellana y la ternura sabia de los indígenas que aún pueblan aquellas regiones. Una templanza sutil había acentuado su rastro con el correr de los años que, agregado a un luto casi imaginario. Tan imaginario como aquel hombre que sino hubiera sido por los cinco hijos y un pequeño predio que le había desgastado los huesos y agrietando las manos, nadie hubiera sospechado de su existencia después de que se marchó al país trasandino para nunca más volver.
Con el tiempo logro una imagen de señorona fuerte y tibia como cualquiera de sus más de cuarenta gallinas que con su crianza podía obtener una producción lo bastante aceptable como para pasar cada invierno con algo más que luche, cochayuyo y mariscos secos.
Creo que de todo lo que puedo reprocharme de ese entonces, era aquella cobardía que no me dejaba ni siquiera levantarme a la letrina que, por cierto, quedaba a varios metros de la casa. Ese era el principal problema, sobre todo en aquellas noches de terribles emergencias producidas por la mezcla de compota de manzana y la leche con harina tostada. Lo demás era diversión y felicidad.
Mis juegos eran tantos que nunca me mantuve lo suficientemente tranquilo como para permitir que se me enseñaran las tablas de multiplicar o repasar las primeras hojas del silabario. Prefería construir pequeñas casitas de conchas de navajuelas o almejas; hacer pan de barro: encaramarme a los árboles de manzanas; perseguir a los pájaros en busca de sus huevos; conducir la yunta de bueyes desde la vieja carreta aunque estuviera casi siempre a punto de ser triturado por sus ocho patas; corretear a los cerdos o, sencillamente, cantar y cantar hasta hartarme cuando llegaba el atardecer el estribillo de “Noelia” de Nino Bravo que, por aquel entonces, hacía furor en la única emisora de la época que daba la casualidad, había sido fundada por mi padre.
A propósito de ello, no creo que se haya borrado en la memoria de algunos chilenos, un documental Conducido por la Mercedes Ducci en su programa “Contacto”, transmitido por Televisión Nacional de Chile, en donde se mostró el sello particular de sus clásicos mensajes emitidos a todos los habitantes del archipiélago como una especie de teléfono popular. No era raro escuchar cosas como: “Atención Compo, familia Alarcón, dice Don Juan Pacheco que lo esperen en el embarcadero con la yegua de su hermana” o “A Clarita Bórquez, dice su padre que no le pongan el toro a la vaca hasta que llegue del pueblo”. Toda aquella hábil retórica de la locutora que después supe se llamó Sara Curumilla, hacían las delicias de las viejas copuchentas que podían enterarse desde la muerte de tal o cual fulano, el matrimonio de determinada doncella o las mingas que se celebraban para la época de San Gabriel. Pero esa es otra historia que prefiero más tarde abordar. Tres o cuatro meses de la partida de mi madre, mi medio hermano, diez años mayor, Luis Beltrán, llegó a visitarme desde Bariloche.
Todavía conservo fresco el recuerdo del ladrido de los perros anunciando su llegada, la imagen de su cara pálida y extrañamente triste con sus manos ocupadas con dos bolsas de regalos. Años más tarde, mi madre me explicó que casi no encontró matrícula y que se sentía muy mal porque su padre, estaba más interesado en su carrera de político-masón y en sus nuevas queridas que en su propio hijo Eso me aclaró su tristeza y las extrañas frases que me pronunció la última noche que dormimos juntos antes de marcharse nuevamente a Castro. Tres semanas más tarde, la tía Laura me hizo levantar inusualmente de madrugada.
Debemos apurarnos para alcanzar el bus de las seis. Es necesario llegar temprano a Castro –me explicó apresuradamente, mientras me calzaba las botitas de goma que usaba cada vez que pasábamos por el gualve, cuya travesía, nos permitía llegar más rápido al embarcadero de las lanchas que nos conducía al otro lado de la isla.
Así fue como me alejé para siempre de esos recortes felices y no tan felices de mi niñez, sellados –por cierto- con la primera experiencia que tuve del dolor y la ausencia que provoca la llegada imprevista de la muerte.
De la tía Laura no supe sino veinte años después. Aún sigue conservando fisonomía rebelde, producto del mestizaje producido en aquellas tierras. Aún conserva ese aire maternal que prodiga en abundancia a sus más de veinte nietos, de los cuales, cuatro tienen la suerte de recibir el mismo afecto y devoción que alguna vez recibí con tanto cuidado.
Post Criptum:
La tía Laura se fue a tierras mejores, en julio del 2008. Se fue tranquila, abrazada por la vida y por el amor de los suyos que hoy la velan en sus recuerdos de maravillosos y buenos días. No estuve ahí para despedirla, pero ella sabe que en lo profundo de mi alma es mi única y verdadera gran madre de mi infancia. Gracias por existir en simiosis de alas invisibles, mi linda y amada vieja india huilliche...
Post Criptum:
La tía Laura se fue a tierras mejores, en julio del 2008. Se fue tranquila, abrazada por la vida y por el amor de los suyos que hoy la velan en sus recuerdos de maravillosos y buenos días. No estuve ahí para despedirla, pero ella sabe que en lo profundo de mi alma es mi única y verdadera gran madre de mi infancia. Gracias por existir en simiosis de alas invisibles, mi linda y amada vieja india huilliche...