LOS GUSANOS DEVORARAN MI CARNE UN DÍA DE ESTOS, PERO NO SE LO CUENTES A NADIE: AL FIN Y AL CABO, ES LO MEJOR QUE ME PODRÍA PASAR.
La primera imagen que tengo de mi hermano Luis Beltrán Montiel Uribe, es batiendo café instantáneo (Nescafé), con azúcar con el fin de abstener una especie de café cortado, donde lo único novedoso era la profusión de espuma dulce que provocó la envidia y mi posterior llanto de pendejo copión con el cual, logré –con las evidentes malas ganas de mi hermano mayor- tener mi propia taza de café, eso sí, con menos espuma que la suya.
No dudo que esa actitud mía de llorar cada vez de querer lograr algo o participar en las cosas que él hacía, generó en él, una especie de antipatía crónica que, de vez en cuando, podía aplacar con un disimulado pelliscón, tras lo cual venían las reprimendas consabidas de parte de mi madre que no tenían otro efecto que acrecentar el animadversión contra el hermanito tirano y traidor en que me había convertido para lograr todos mis propósitos.
Pero no todo fue así. Hubo también momentos felices como cuando mi hermano hizo de mi cuna de mimbre, una especie de carromato, sobre cual pude disfrutar de la velocidad despavorida cuesta a bajo del conocido cerro Millantuí, gracias al empuje motorizado, tal vez con el secreto deseo malévolo de desquitarse de la innegable preferencia de mi madre por el menor de sus hijos.
Conjeturas o no, la tirria de mi hermano no fue más real que la típica antipatía del hermano mayor, cuya atención se veía disminuida por la existencia del intruso que tenía por hermano.
Son varias las imágenes que me asisten sobre esos días en está noche, pero hay dos en particular que, nunca durante todos estos años, he podido olvidar. Sobre todo cuando intento comprender desde mi pasado ciertos eslabones que se hacen evidentes en mi presente.
Aún recuerdo muy claramente, haber escuchado -desde el interior de la casita que mi padre, el viejo Aureliano, nos había construido al costado de la casa de mi abuela materna-, las voces de los chicos del barrio que, al unísono le gritaban una frase que nunca llegó a tener sentido para mí, sino hasta ahora, cuando, por otros datos he logrado darle cierta coherencia.
¾ ¡Cartera…! ¡Lucho cartera! ¡Cartera, Lucho cartera…! -Coreaban una y otra vez. Minutos después, sentí entrar corriendo a mi hermano en dirección al baño. Sus gemidos entre cortados y las patadas que daba contra la pared me intimidaron, así que preferí no acercarme a él, ni preguntar qué fue lo que le había pasado, aún cuando, de cierto modo, lo intuía.
Por esa época, el debía haber tenido unos treces años. Era de carácter introvertido. Pocas veces lo vi jugando con chicos de su edad, no obstante, se llevaba muy bien con las hermanas jóvenes de mi madre que, por ese entonces, muchas de ellas, estaban solteras o llevaban muy poco de estar casadas.
Por los relatos de ellas mismas, pude enterarme de su prolijidad para hacer arreglos florales, hacer todo tipo de ensaladas exóticas y, hasta modificar o confeccionar su propia ropa. Aún en nuestra casa y en la casa de mi abuela Ofelia se conservan algunas esculturas de arcilla y ceniceros tallados en piedra laja hechos por él. Sin duda, era un artista en potencia, particularmente con la ropa, donde yo ocupaba un papel fundamental como su maniquí de tallaje.
Horas enteras, a escondidas de nuestra madre que por aquel entonces, trabajaba de sirvienta en una casa vecina, me tenía parado arriba de una silla hilvanando sobre me cuerpecito, glamorosos vestidos con las cortinas que luego devolvía presurosamente a las ventanas, al sentir los pasos de nuestra abuela que, de vez en cuando, pasaba a cerciorarse que todo andaba en orden.
Mi hermano no era feliz. Algo había en él que lo trasformaba en un ser taciturno, en una especie de ser ingrávido como aquellas almas en pena que rondan los pasajes de las necrópolis nocturnas. Muy pocas veces lo vi sonreír en presencia de otro que no fuera entre nosotros, en medio de nuestros acostumbrados juegos o en la intimidad de la pequeña familia constituida por mi madre y sus dos primeros hijos.
Muchos dicen que su actitud era un anuncio premonitorio de su futuro estado de beatitud que mi familia lo elevó. Otros, culpan la indolencia del padre –no el mío, claro está-, y los múltiples desprecios expresados por la esposa cada vez que éste iba a visitarlos.
En más de una ocasión se le escuchó reprochar la falta de responsabilidad de su progenitor, ante las múltiples necesidades surgidas por sus estudios. Pero, como quiera que sea, siempre se mostraba desconforme, exigente con mi madre que nunca pudo encontrar el verdadero motivo de su descontento que lo más probable, tenía que ver con irresponsabilidad de ésta por no haberle asegurado una familia bien constituida. Digo esto, pues tal como creo que ocurrió con él, en lo particular, tuvo que pasar mucha agua bajo el puente para comprender que hay ciertas culpas que tienen que ver más con determinaciones de los contextos culturales y patrones sociales que con acciones individuales.
La idea de acompañar a mi madre a buscar trabajo a Bariloche, aminoró su constante disconformidad. Así fue como un día cualquiera que no puedo precisar, sin mayor preámbulo que el de encargarme a los cuidados de la tía Laura Velásquez, ambos se marcharon por un algunos meses a esa ciudad argentina.
Mi madre dice que se le veía radiante. Que fue muy bien acogido por los patrones y por los camioneros que pasaban a beber chocolate caliente en “Las Delicias”, aquella confitería algo modesta del barrio Ñireco. Que con las propinas obtenidas por su hábil diligencia en las mesas, logró en poco tiempo comprar sus primeros Pekos Bill y una chaqueta de cuero que fue la envidia de los chilotes boy’s de aquel barrio que ni ganas de mofarse de él le quedaron, meses después que decidió volverse a Chile so pretexto de reiniciar sus clases.
Tal vez nunca debió regresar a Castro, tal vez, si se hubiese quedado con mi madre y con los camioneros del barrio Ñireco, habría estado aquí, ahora con nosotros compartiendo este sábado en familia, comiendo papas rellenas y viendo Matrix Recargado en el portátil en el cual escribo estas palabras. Pero la historia fue otra, fueron otros los designios del destino para mi querido Luis Beltrán que hizo que, por esta vez, se exceptuara de esta vida.
Semanas después de su llegada de Bariloche, una tarde de domingo, alrededor de las cinco de la tarde, la vecina que lo acogió en pensión, lo encontró colgado desde una de las vigas del baño. Luis Beltrán Montiel, falleció un día 05 de abril de 1975, antes de cumplir los quince años de edad.
Después de un poco menos de tres décadas de su muerte, pude entender por qué razón esa noche en casa de la tía Laura, pronunciaste aquella extraña frase que pese a mis cuatro años, nunca pude olvidar:
¾ Los gusanos que devorarían mis carnes un día de estos… -Me dijiste, susurrándome al oído mientras intentaba inútilmente de calmar tus lágrimas.
¾ No se lo cuentes a nadie: al fin y al cabo, es lo mejor que me podría pasar…
Para ti, querido hermano, son estas palabras que intentan reconstruirte desde mis recuerdos, como el único homenaje perdurable que puedo ofrecerte. Tus penas y dificultades vividas, no fueron en vano.
De ellas aprendí a cultivar la valentía y la esperanza de días mejores que, sin reproche alguno, tú quisiste obviar, tal vez porque el tiempo y el espacio que te vio crecer y morir, no te lo permitió como no se le ha permitido a tantos otros. Tal como tú, prefirieron descansar de esa aberrante y soterrada práctica rastrera que hoy llaman discriminación sexual que en nada si diferencia a los gusanos postmorten que intentan eliminar el menor rastro de nuestra existencia aquí en la tierra.
Post Criptum:
La tía Laura se fue a tierras mejores, en julio del 2008. Se fue tranquila y abrazada por la vida y por el amor de los suyos que hoy la velan en sus recuerdos de maravillosos y buenos días. No estuve ahí para despedirla, pero sé que ella sabe que en lo profundo de mi alma ella es mi única y verdadera gran madre de mi infancia. Gracias por existir en simiosis de alas invisibles, mi linda y amada vieja india huilliche...
Post Criptum:
La tía Laura se fue a tierras mejores, en julio del 2008. Se fue tranquila y abrazada por la vida y por el amor de los suyos que hoy la velan en sus recuerdos de maravillosos y buenos días. No estuve ahí para despedirla, pero sé que ella sabe que en lo profundo de mi alma ella es mi única y verdadera gran madre de mi infancia. Gracias por existir en simiosis de alas invisibles, mi linda y amada vieja india huilliche...